El Colegio Morelos estaba en el barrio de San Antonio.
Allí estábamos los que pagábamos inscripción y colegiatura.
Aparte, en una vieja casona del barrio de San Francisco, estaban los que no tenían para pagar. Le llamaban escuela gratuita. Se ejercía discriminación sobre ella. Las dos eran del Clero. Éramos, solamente, hombres y se estudiaba, solamente, la primaria. En esos años el colegio carecía de reconocimiento oficial por lo que los certificados no tenían validez. Sin embargo, era la institución escolar preferida en el estado.
También, el Colegio Verbo Encarnado. Era de niñas y estaba atendido por monjas. Tenía internado anexo para las niñas de otras ciudades y pueblos.
Cuando entré a primer año llevé mi pizarra, mi pizarrín y mi esponja para borrar. La pizarra era un pequeño pizarrón en el que escribíamos con el pizarrín las letras y los números.
Después, empezamos a usar cuadernos y lápices. Ya adelantados, manguillos, pluma y tintero. Los manguillos eran de madera. Tenían en la punta una pequeña abertura en la que se encajaba la pluma. Era de metal, delgada. En los pupitres había un hoyito redondo para colocar el tintero. Para los maestros era muy importante la forma de la letra. Se hablaba de letra fea y de letra bonita.
A las 9 de la mañana sonaba la campana y, en los corredores, nos formaban en fila de uno. Los maestros pasaban revista con una regla en la mano. Les extendíamos las nuestras y ellos las revisaban. Si estaban sucias o las uñas eran largas nos propinaban un fuerte reglazo. También examinaban los pies de los que iban descalzos. Muchos eran los que no llevaban zapatos.
Los castigos físicos eran constantes: cinturonazos, jalones de cabello, arrinconamientos.
Un domingo, en la misa de las siete, a la que íbamos los niños, el sacerdote habló del día del juicio. Dijo que la tierra se abrirá, que del cielo caerán llamas de fuego, que el viento arrastrará casas y árboles, que los muertos se levantarán de sus tumbas. Todos estábamos asustados. Yo temblaba, pero Beto, que estaba junto a mí, tenía cara sonriente y feliz. Le di un codazo.
-¿No te da miedo? —pregunté.
-¿Por qué? Estoy pensando que ese día, seguro, no habrá clases.
Mucho se elogiaba la disciplina que había en el colegio.
Teníamos una clase que llamaban «Religión» en la que nos repetían lo del catecismo, nos contaban historias de santos y nos enseñaban más rezos y cantos.
