Cultura

Aquellos viejos tiempos…

Sigo con mi vida: Todo esto describe la forma de vivir de hace más de setenta y cinco años.

 

Entre el clero católico había categorías: el obispo, los canónigos, el arcediano, los curas y los capellanes. Para distinguirlos, de acuerdo a su categoría, se utilizaban palabras como: excelentísimo, su ilustrísima, su señoría, reverendísimo, padre. A todos ellos se les besaba la mano. Ante el obispo debíamos arrodillarnos.

A la casa en la que vivía el obispo le llamaban Palacio Episcopal. Una vez entré, no sé a qué. Vi cuando con sotana roja y una gran capa roja, también, se sentó en una silla con gran respaldo, ayudado por dos seminaristas de sotana negra con banda azul en la cintura. Le pusieron un cojín en el suelo para que allí descansara sus pies.

A ese obispo lo anunciaban así cuando presidia actos religiosos o culturales: “está con nosotros el excelentísimo y reverendísimo señor doctor Don Leopoldo Diaz Escudero, octavo obispo de Chilapa, asistente al Solio Pontificio y Conde Romano”.

Ellos nos hablaban de la humildad como la virtud que más debíamos practicar. Jesús entrando a Jerusalén, en su burrito, era el ejemplo que, constantemente, nos ponían.

El coche del obispo era de los muy pocos que había en Chilapa. El chofer lo lavaba a cada rato.

En el colegio el horario de clases era de nueve a doce, en la mañana y de tres a cinco en la tarde.

A las ocho ya estábamos todos en el comedor de la casa para el desayuno. Mi mamá en la cabecera. Mi papá al lado derecho. Mis hermanos y yo sin lugar fijo. La comida era invariablemente, a las dos de la tarde. La cena, a la luz de velas y candiles, a las ocho de la noche. En estas tres diarias reuniones familiares se platicaba mucho. Así supe la historia de los bisabuelos, abuelos y la niñez de mis papás. La unión familiar no solamente era física sino, también, muy emotiva por el fuerte lazo del conocimiento de nuestro pasado común.

Fuimos doce hermanos, pero mi niñez la compartí, solamente, con cuatro. Yo fui el segundo hijo.

En aquellos tiempos, sin luz eléctrica, era muy peligroso salir en las noches. Muy pocos se atrevían. Después de las diez, salía la llorona con su grito lastimero. Después de las doce, unas mujeres bellísimas, llamadas Tlanteteyotas, se aparecían a los hombres, los invitaban a bañarse con ellas en el río y allí los mataban. Por eso, las noches eran silenciosas, sin pasos de personas, ni de bestias en las calles y con escasos ladridos de perro. Nunca se supo de alguien que hubiera sido asesinado por las Tlanteteyotas. Yo nunca escuché el llanto lastimero de la llorona. Pero todos les teníamos miedo.

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