A mis escasos ochenta y dos años cumplidos soy producto de muchas influencias de familiares y amigos. Es muy importante el ambiente humano en que se desenvuelve nuestra vida. La Biblia insiste mucho en la influencia que tienen las amistades. Afortunadamente yo he tenido amigos que han participado positivamente en mi formación.
En 1956 viví unos meses en la ciudad de México. Trabajaba en la sucursal No. 10 del Banco de Londres y México. Por mis inquietudes literarias frecuentaba el Café Paris ubicado en el centro. Allí me reunía, entre otros, con una extraordinaria pintora. Ella tendría veintitantos años. Ella y yo éramos los más jóvenes del grupo. El historiador Domingo Martínez Paredes, a sus ochenta y tres, era el centro del grupo. Había dedicado su vida al estudio de los mayas. Sus libros son imprescindibles entre los que buscan el conocimiento de esa gran cultura. Vestía trajes de casimir muy raídos. Sus pequeños ojos trasmitían tranquilidad.
Una tarde fui al café. El maestro Domingo estaba sólo en la mesa. Me senté con él. Sonriendo me preguntó: “¿Cómo vives? ¿Te gusta tu trabajo” No –le contesté. Lo hago sin emoción.”
“Cuidado. Los años pasan rápido. Si los dedicas a una actividad que no te gusta ni te emociona estás perdiendo la vida.” “Me pagan bien” –afirmé-. “¿Cuánto? ¿Millones? Ni así vale la pena. Estás cambiando tu vida por pesos. Estás invirtiendo tu juventud en lo que no te gusta ni te emociona”.
Me vio fijamente y puso su mano en mi hombro. “Mi vocación fue la de hombre libre –dijo-. Mi niñez transcurrió en un pueblito de Yucatán entre cerros, barrancas y ríos. Caminaba largas distancias por lugares solitarios pero repletos de árboles, aromas y trinos. La riqueza arqueológica de mi estado me provocó admiración por los mayas. He dedicado mi vida a estudiarlos y a propagar su grandeza. En mis libros he expuesto mis observaciones y teorías.
He vivido con carencias. Solamente con lo indispensable. Pero tengo emoción y amor por lo que hago. Esta es la clave de mi felicidad y abundancia de satisfacción…”
Me acordé de mi niñez. También, entre cerros, árboles y barrancas. Como empleado tenía horas de entrada y salida. Debía vestirme con traje de casimir y corbata. No me gustaba. La relación con mis compañeros del banco era muy formal. A mis diez y siete años me decían: “Señor Sánchez”. Tenía buen sueldo pero nada de emoción en lo que hacía.
El maestro Domingo Martínez Paredes se paró para irse. Ya parado me dijo: “Debes estar donde te sientas bien. Debes hacer lo que te guste hacer.” “Yo quiero escribir novelas “ -le comenté-. Sonrió y volvió a poner su mano en mi hombro. “Escríbelas ya. Dedícate a escribir. Vive tu vida libre. Que en las páginas que escribas se refleje tu libertad, tu honestidad, tu autenticidad, tu sencillez. Siente intensamente lo que escribas. Vas a sufrir carencias materiales pero vas a tener abundancia de felicidad.
Esa misma semana renuncié y me regresé a Chilpancingo.
No olvido aquella tarde con el maestro Domingo Martínez paredes. Sus palabras siguen siendo básicas en mi vida.