Por Andrés Campuzano
@andrescampuzano
El surgimiento de las nuevas figuras políticas parece el heraldo de la decadencia. La excentricidad en sus discursos, en su toma de decisiones y hasta de sus actitudes así lo constatan. En Europa, por ejemplo, la extrema derecha cobra fuerza; en América claramente, el populismo se impone, en la actualidad.
El liderazgo atípico de Donald Trump en Estados Unidos de Norteamérica o el de Jair Bolsonaro en Brasil se explican por lo polémico y radical de sus expresiones y propuestas, no obstante, que estás ultimas no tengan sustento a largo plazo.
Sin embargo, hay un factor predominante en estos liderazgos y es el de presentarlos como superhombres, seres a los que siempre se les debe asociar el éxito y la fuerza como ocurre en Corea del Norte con el Líder Supremo Kim Jong Un que, tras varios días de especulación sobre su muerte, reapareció en la inauguración de una fábrica y fumando. Los pulmones del líder coreano pueden resistir eso y más, parecía el mensaje hacía la Agencia Central de Inteligencia (CIA) que diversos medios de comunicación citaron para dar legitimidad al rumor sobre su defunción.
No se cansan, no se enferman; si lideran un país, pueden con todo. Es la narrativa que se busca imponer. De ahí, que el uso de cubrebocas en plena pandemia del coronavirus Covid-19 se haya convertido en un tema político. Tanto Trump como el presidente Andrés Manuel López Obrador en México no utilizan el cubrebocas y apelan siempre a que se cuidan siguiendo otras recomendaciones como la sana distancia. Una revista extranjera recientemente publicó una editorial en la que afirman que la negativa del mandatario López Obrador a usar cubrebocas es porque limita los recursos histriónicos de sus mensajes y su personificación como líder.
“Usarlo sería el símbolo de recesión económica”, agregan.
No importa que el uso de cubrebocas sea un requisito indispensable a la hora de acceder a un supermercado o al abordar el transporte público. Para los líderes como Donald Trump y Andrés Manuel López su uso es igual a la debilidad.
Recuerdo que durante el gobierno de José López Portillo se produjo un vídeo -con calidad cinematográfica-, sobre la cotidianidad del entonces mandatario. Desde verlo ejercitarse haciendo lagartijas con una mano, correr con su hijo, practicar esgrima, nadar hasta su llegada al Palacio Nacional. El presidente era un hombre difícil de seguirle el ritmo, tanto que durante una de sus giras al estado de Guerrero varios de sus funcionarios quisieron brincar desde el templete -como lo hizo él-, en lugar de bajar por las escaleras y más de uno terminó en el suelo o adolorido, eso me lo contó mi padre.
Se especula tanto de la salud de los presidentes porque permite erosionar su condición de superhombres, sus virtudes y así también cuestionar sus decisiones y más su futuro.
Hacer ejercicio, practicar algún deporte son un buen recurso para la propaganda de los mandatarios en turno. Lo que se les prohíbe es enfermarse, mostrar algún signo de fragilidad porque en el imaginario colectivo estos lo pueden todo: desde resolver problemas de larga data hasta orquestar conspiraciones para perpetuarse en el poder.
Pueden todo, menos mostrar su condición humana y el ser proclives a padecer alguna enfermedad. Bien dijo un expresidente de México: –“¡El poder revitaliza!”.
En tiempos del coronavirus mantener la legitimidad popular puede ser difícil y la pandemia también nos recuerda que el poder coercitivo sigue siendo un privilegio del Estado.