Por Andrés Campuzano
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@andrescampuzano
¡Antes de preguntar se piensa! Esas fueron las primeras palabras que me dijo Gonzalo Rivas cuando le conocí en la oficina del periódico de mi padre. Ante la afrenta reviré: “Más vale una pregunta tonta, que un tonto que no pregunte” –consejo de mi abuelo- él sonrió y no dijo nada tenía yo unos 14 años. Mi padre atendía a unas personas cuando esto acontecía. Gonzalo era un hombre duro, con el mismo carisma de Vladimir Putin, la ironía de Groucho Marx, con la misma pasión de la tecnología que Bill Gates.
En el siglo pasado tener una computadora era sinónimo de estatus, trabajar en una oficina y sobretodo tener un escritorio que aguantara los casi 30 kilos de armazón que hacían correr un entorno monocromático.
Sus visitas en las redacciones de los periódicos de la capital como El Reportero, El Sol de Chilpancingo, Diario de Guerrero eran frecuentes pues era el único capaz de solucionar un desperfecto o ingeniárselas para que saliera la chamba del día. En una ocasión una computadora 486 con apenas 4 megas de memoria ram y unos 400 megabytes en disco duro, que era pieza fundamental para formar la edición comenzó a congelarse, no había celulares y se tenía que llamar a diversas oficinas o correr para buscar a Gonzalo ni el internet era algo conocido, llegó él técnico y entre suaves mentadas de madre ingeniaba trucos para engañar a la computadora y seguir trabajando sin advertir: “no la apagues hasta mañana o cuando acaben de hacer el periódico, vengo luego a desarmarla y formatearla”.
Pedro Julio Valdez y mi padre asistían frecuentemente a Estados Unidos de Norteamérica para comprar computadoras cuyo precio en México era elevadísimo. Trajeron las computadoras Pentium con CDROM y tarjeta de sonido que era algo así como tener un iPad hoy en día. Animaciones con gráficos primitivos extasiaban a las personas que asistían a la redacción y contemplaban los avances tecnológicos. Pasaron pocos años y mi padre decidió comprar una computadora para la casa y pagarle a Gonzalo para que los fines de semana me diera clases. Dos veces explicaba luego tenía que seguir sus enseñanzas corriendo el riesgo de ser víctima de su enfado.
El Windows 95 le dio un ambiente amigable a un sistema operativo cuyos comandos debían uno comprender, por eso empezamos desde ahí con MS-DOS, comandos, comandos de logo que detestaba pero que sería uno de los mejores aprendizajes de mi vida, no podría comprender el entorno visual de Windows 95 sin hablar su idioma, el lenguaje de programación. “No puedes vivir conduciendo, debes saber manejar”. Gonzalo también me dijo que uno debe esperar siempre cualquier imprevisto “puedes estar muy feliz y de repente puede ocurrir un accidente al igual en Windows puedes estar trabajando en Word y si no guardaste tu archivo desde un principio puede aparecer una pantalla azul con letras y joderte el día”. En un caso debes estar atento, en el otro prevenir, sentenció.
Puntual cada fin de semana durante más de un año Gonzalo llegaba a la casa y traía computadoras de otras empresas con mejor capacidad que la nuestra y me dejaba manipular o ayudarle a instalar los programas. Recuerdo haberle llamado para decirle que había convencido a mi padre y compramos el Windows 98 en cd, “voy, pero tú vas hacer todo”, con la llegada de este nuevo sistema operativo coincidió que desde hacía un buen rato una compañía — ACABTU- ofrecía el servicio de internet y una vez instalado el módem por los técnicos de la compañía él me enseñó a navegar por la web y también a utilizar mi primer sistema de mensajería instantánea el “mIRC”.
Sus diversos trabajos en distintas ciudades hicieron más complejas sus visitas, hasta que un día cesaron. Y no sé en qué momento me convertí en el “Gonzalo de la casa”, cada vez que mis hermanos o familiares tenían algún contratiempo con alguna computadora acudían –acuden- a mí.
Muchos lo confundieron con un despachador de gasolina. Ya en este incipiente siglo me lo encontré en un minisúper me saludó y me dijo que había instalado un sistema para que se comunicaran las gasolineras que pertenecían a un mismo grupo, utilizando la velocidad del internet -que lejos estaban de aquellos 28 kbps- había diseñado un eficaz sistema de comunicación entre esas gasolineras, lo felicité nos despedimos. Será la última vez que lo vea.
Al momento en que escuchaba las declaraciones del encargado de la gasolinera Eva en donde al intentar quemar una bomba aunada la determinación de Gonzalo de tomar un extintor y sofocar las llamas acto que le propició su muerte, recordaba sus visitas, su enfadada forma de enseñar, sus consejos: “…Gonzalo Rivas vino aquí a la oficina y extrajo un extinguidor de los que tenemos aquí dentro, valientemente trató de ir apagar el fuego yo supongo que no se percató de que los estudiantes habían dejado la garrafa en la parte de arriba y con el fuego ya nuevamente avivado por el aceite volvió a subir el fuego alcanzando la garrafa, yo creo que en el momento en que se deshace la garrafa explota, lo baña completo, en la totalidad de su cuerpo y se produce una explosión producto de lo mismo, tratamos de acercarnos pero él salió desprendido de dentro de una bola de fuego se levantó todavía por su pie lo asistimos los que estábamos todavía aquí abajo tratando de apagar el pantalón que lo traía prendido, él estaba demasiado quemado lo vimos muy grave”.
Gracias a él no empiezo a escribir un documento sin antes guardarlo, gracias a él he podido recuperar trabajos de memorias. Un veracruzano, ingeniero en sistemas arreglando computadoras en un pueblo nombrado capital. Tuve el mejor maestro. El Senado le otorgó la medalla Belisario Domínguez, lo ideal sería que él hubiera asistido para recibirla. Cuando Gonzalo todavía se encontraba hospitalizado en la ciudad de México una persona retó a mi padre: “Fue imprudente lo de Gonzalo, la gasolinera contaba con un sistema de seguridad y no había peligro de que explotaran las bombas”. Mi padre al puro e irreverente estilo de Gonzalo contestó: “¡No mames!, si el transbordador espacial Challenger que costó millones de dólares explotó, ¡que no explote una gasolinera de Pemex!”.
Y así el interfecto retador agachó la cabeza y continuo su incierto camino.
¡Gracias maestro!