En estos días nublados de lluvia y de frío los que, ahora somos viejos, nos llenamos de recuerdos. Esta semana recordé mi niñez en Chilapa. Allí nací y viví hasta los doce años. Chilapa estaba dividida en barrios con el nombre de su templo. Eran los primeros años de la década de los cuarenta. No había luz eléctrica. La casa de mis papás estaba en el barrio de El Calvario. Ese templo estaba en un cerro al que yo subía casi todos los días. Las matas de piñuelas de hojas duras y espinosas, largas y delgadas, rodeaban los terrenos de siembra como si fueran tecorrales. Las piñuelas me gustaban crudas pero hervidas en agua de panocha eran más sabrosas y no escaldaban la boca.
El jardín principal de Chilapa era bellísimo. Un frondoso trueno extendía su sombra a muchos metros de distancia. Dos fuentes del siglo XIX almacenaban el agua para regar las plantas. Hacia el norte había una gran explanada. Allí había otra fuente más grande, una cancha de básquet y un monumento a la madre. Los arcos del ayuntamiento enmarcaban esta explanada en la que, los domingos, se realizaba el tianguis más grande y más famoso del estado.
En las fiestas de los barrios se prendían los hachones. Eran de ocote. Los colocaban en medio de las calles y permanecían prendidos toda la noche. Kermes, toritos y castillo de luces eran los atractivos en esas fiestas. Los Moros y los Ocho Locos eran las danzas que más gustaban. El día doce de diciembre todos los niños y niñas estrenábamos ropa. En la noche de ese doce todos los chilapeños estábamos en las banquetas del jardín. Los adultos sentados en las bancas. Los niños en los caballitos. Los muchachos y muchachas dando vueltas en las banquetas.
Los muchachos en un sentido y las muchachas en otro. Los hombres llevaban serpentinas en la mano. Las lanzaban en cada encuentro a la muchacha que pretendían. Este lanzamiento era una especie de declaración amorosa. Los caballitos daban vueltas porque los empujaban. Las sillas voladoras y la rueda de la fortuna tenían un motor de gasolina. En los caballitos, por cinco centavos, dábamos vueltas y vueltas mientras duraba la pieza del cilindro que habían colocado en medio. Muchas lámparas de gasolina alumbraban el lugar. En la lotería rifaban trastes de cocina.
Al cine lo conocimos cuando lo llevaron anunciando el Mejoral. Desde una camioneta con una planta de luz –así dijeron- proyectaron en la explanada películas de caricaturas y una de los cómicos El Gordo y El Flaco.
Teníamos una carretera de terracería que nos comunicaba con Tixtla y Chilpancingo. Los camiones trompudos estaban pintados de verde y blanco. La línea se llamaba Vicente Guerrero. Ese era el servicio de pasaje. Casi nadie tenía coche. Eran cuatro horas para recorrer cincuenta y seis kilómetros.
En el río Ajolotero había algunas pozas en las que nadábamos. La de El Nopalito, la de El Tubo, la de Los Tepetates y la de Chimán eran las más concurridas. Ese río, para mí, era el lugar más bello de la tierra.
En aquellos tiempos, sin luz eléctrica, era muy peligroso salir en las noches. Decían que, después de las diez, salía la llorona con su grito lastimero. A las doce unas mujeres bellísimas llamadas Tlanteteyotas se aparecían a los hombres, los invitaban al río y allí los mataban. Todos creíamos esto. Por eso, las noches eran silenciosas, sin pasos de personas ni de bestias en las calles. A veces, desde los cerros, nos llegaban aullidos de coyotes…